«El nombre de la Rosa» de Umberto Eco
Tenemos nombres desnudos
Fue Jorge Luis Borges en su poema “El Golem”, quien retomó la polémica milenaria sobre la etimología de las palabras, su significado y lo que representan. Lo hizo en aquellos recordados versos que dicen “El nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de la rosa está la rosa”, tomando posición en aquella vieja discusión entre Sócrates, Crátilo y Hermógenes en la antigua Grecia.
Umberto Eco (1932), afamado semiólogo, filósofo y escritor italiano, retoma esta cuestión entre tantas otras, como maravilloso trasfondo de su novela “El nombre de la rosa” (1980).
Estamos en el siglo XIV, y Guillermo de Baskerville, fraile franciscano y antiguo inquisidor, es enviado junto a su discípulo Adso a una abadía de monjes benedictinos para participar en un encuentro entre delegados papales y la orden franciscana. Dicho encuentro tendrá como tema a tratar la tan discutida pobreza de Cristo. Cuando ambos personajes llegan al monasterio ubicado en lo alto de un monte rocoso, en alguna parte de los Apeninos, al norte de Italia; una serie de misteriosos asesinatos ocurren a lo largo de una semana (el tiempo que dura la novela). Repleto de pesquisas y coartadas, Guillermo, de vasta formación filosófica y en base a razonamientos deductivos, proposiciones lógicas y aguda observación, pronto vincula la sucesión de muertes con la biblioteca y con un libro misterioso, que al parecer quien lo consulta encuentra la muerte de manera inmediata.
Los anaqueles de la abadía se encuentran en una imponente y reservada torre que se eleva por encima de ella en varios pisos, y cuyo ingreso es absolutamente prohibido para los foráneos. Guillermo y su novicio se pergeñarán para hacerlo y descubrirán que la biblioteca es un inmenso laberinto donde el pensamiento escrito del mundo se encuentra perfectamente organizado.
En la novela, Eco revela su pasión por la novela negra y se muestra deudor de géneros contemporáneos como el policial y el de detectives. También nos ilustra sobre ciertas percepciones de la realidad. En cualquier estructura, institución o cofradía como en este caso, están quienes creen en el dogma y quienes no; están quienes son funcionales y quienes llevan el timón de las cosas. También están los hombres teóricos y los hombres más prácticos; los lúcidos, los corrompibles y los fanáticos. Y otra máxima más que complementa lo anterior: no siempre los que mandan en la jerarquía son los que realmente detentan el poder.
La ficción está organizada en función de las memorias de Adso, que muchos años después, ya muy anciano, escribe aquella historia que lo marcó para siempre en su vida. Su relato termina con una reflexión que hasta hoy en día pondera el carácter misterioso del título de la novela: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”; es decir, “De la rosa sólo queda el nombre, nombres desnudos tenemos”.